lunes, 24 de agosto de 2009

El hipopotamo del serengheti

La idea lo acompañaba hasta en la cuchara del plato de la sopa. En su cabeza aparecía para torturarlo por la posibilidad de la excentricidad y lo ostentoso, y aunque no podía evitar pensar que aquello era un gusto igual a cualquier otro, que nada tenía de particular, era el límite de los otros el que murmuraba a escondidas, envidioso y espantado. Así y todo no estaba conforme.

Es que en la punta de sus uñas, cuando se miraba detenidamente los dedos juntando sus yemas, habitaba el fantasma del aburrimiento. Vivía allí, confinado en un rincón sin luz, pero presente. Le hablaba al oído haciéndole confesar que el sabía como era aquel hombre ordinario, ese que acepta todo lo impuesto como sagrado, y ese saber lo dejaba atrapado en la necesidad de salir de ese lugar, puramente por asco. Desde muy pequeño supo que no le iba a alcanzar con lo que hubiera al alcance de la mano, sabía que sería muy necesario construir la realidad, las jirafas y los camellos, pero jamás imaginó que el asunto llegaría hasta un hipopótamo del Serengeti.

Ese lugar pisoteado le daba vómitos, sería todo un desperdicio esperar el permiso del buen gusto para dejarse llevar por la idea de un zoológico, y en muchas otras cosas pasaba lo mismo. El tiempo va muy lento, por eso hay que ayudarlo un poquito. Sentado en su silla miraba por la ventana y pensaba que la transgresión era necesaria para el mundo porque es el principio del movimiento. No hay motivos para no tener un zoológico, es hermoso y faunístico, hay variedad y olores. Sonidos. De ninguna manera se trata de una costumbre mal nacida para ostentar, pues ¿a quien tengo que demostrarle algo? Así pasaba las tardes. Esperando a su hipopótamo.

Pablo escobar no podía dejar de pensar en el asunto. No dejaba de gozar de la barata indignación de los puristas, pero en el fondo sufría por verse alimentado de ese espanto de cibarde. Es que desde ese lugar se perdía el verdadero alcance del asunto. No era posible que nadie pudiese verlo contando los días para su llegada, imaginándolo, viendo sus dientes, calculando todo lo que iba a tener que gastar en alimentar a semejante bestia. La fiera lo desvelaba. Lo llenaba de fantasías y de emociones.

Hasta que el animal cometió un error. Un día llegó a destino, y nadie más le prestó un suspiro.

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